Libertad de conciencia
como derecho fundamental
La libertad de conciencia como derecho fundamental es una frontera en el interior de cada persona que ha de ser respetada por toda clase de autoridad externa a la misma, ya sea política o religiosa.
Esa libertad es la nota más esencial que constituye al ser humano como persona. En cuento libertad frente a la autoridad política es el sentido que se le da en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la carta de 1948. Pero en esa declaración no queda nada claro esa libertad frente a la autoridad religiosa o ideológica. Y ese es el sentido que principalmente quiero destacar en este artículo. No es nada corriente que las autoridades religiosas reconozcan la libertad de conciencia de los creyentes de su religión. Todo lo contrario, exigen la sumisión incondicional de su conciencia a sus creencias y dogmas, para pertenecer a esa religión.
Antes de seguir, hagamos algunas aclaraciones terminológicas. Son frecuentes expresiones como “me remuerde la conciencia”, “tengo mala conciencia”, de algo que hice y que no apruebo. Fulano de tal “no tiene conciencia”, porque es insensible ante una mala situación de otros o porque engañó a un inocente, o porque roba sin escrúpulos a la Hacienda Pública, etc. Se habla también de ser consciente o inconsciente de algo, de tener o no conciencia de haber hecho algo, de tomar conciencia de la propia responsabilidad en algo, etc.
¿Pero qué es eso que llamamos “conciencia”? Un rápido vistazo a la rica historia de esa palabra en la tradición filosófica de Occidente ya deja bien clara la complejidad de sus significados. Se han dado muchos e importantes esfuerzos para definir qué es conciencia. En castellano se distinguen al menos dos sentidos del término.
En uno, “conciencia” significa “darse cuenta de algo” o “reconocer” la presencia de un objeto, de una situación determinada, de un problema, de la propia existencia, de un determinado estado de dolor, de alegría, de paz, de preocupación, etc. Es decir, “tomar conciencia de algo”.
En otro sentido, se refiere al conocimiento o sentimiento que uno tiene del bien y del mal moral. Es lo que se llama “conciencia moral” .
El primer sentido se dividió a su vez en tres: el psicológico, en cuanto acto de conocimiento que produce una modificación en el sujeto que lo hace; en este sentido la conciencia se entiende también como autoconciencia. El gnoseológico, en cuanto conocimiento adquirido que se refiere a un objeto. Y, en tercer lugar, el metafísico en cuanto se refiere al Yo como una especie de realidad sustancial o sujeto, que es el que pone el acto de conocimiento.
Unos filósofos han destacado la conciencia en cuanto intelecto o razón. Otros lo han hecho en cuanto voluntad. Es evidente la complejidad del concepto. Su análisis sobrepasa los límites de este trabajo y se sale de sus objetivos.
El segundo sentido general que antes se indica es el de “conciencia moral”. Es distinta de la conciencia en los sentidos psicológico, gnoseológico y metafísico antes indicados. La conciencia moral, muchas veces llamada “voz de la conciencia”, también ha sido objeto de estudios y opiniones filosóficas muy diversas en la tradición cultural de Occidente .
Ha recibido diversas denominaciones y definiciones. No obstante, el principal problema que plantea no es tanto el de saber qué es, sino más bien el de saber cuál es su origen. Si es de origen natural (todos nacepos con esa conciencias moral) o es de origen cultural y educativo.
De la solución al problema del origen depende directamente el alcance que ha de tener: el problema de su universalidad o de su relatividad cultural. No es lo mismo decir que es de origen natural, que todo ser humano ya nace con una conciencia moral, que, por ser innata, tiene un valor universal, que decir que se adquiere con la educación en cada cultura. PRINCIPIO DE RELATIVIDAD CULTURAL contra dogmatismo, relativismo y etnocentrismo
Pero, si natural y, por tanto, universal, surge el problema de por qué esa conciencia moral es interpretada de maneras tan diferentes en las distintas religiones y culturas. ¿Cómo se puede armonizar su pretendida validez universal con su pluralidad real.
Para una mayoría de los pensadores occidentales que la ha estudiado, se trata de una conciencia innata, de origen natural y, por tanto, de aplicación universal. La tesis contraria ha sido defendida principalmente por K. Marx cuando afirma que no es la conciencia la que determina el ser social, sino que es el ser social el que determina la conciencia .
Otra interpretación de la conciencia moral NO EXISTE UNA MORAL DE MÍNIMOS UNIVERSAL
Estas dos interpretaciones no son las únicas salidas al problema. Hay una tercera, capaz de explicar lo que en esa conciencia moral hay de natural y universal, y lo que hay de relatividad cultural o de producto educativo.
El hombre nace, sin duda, con la capacidad de desarrollar su capacidad de valorar las propias acciones desde el punto de vista moral; es decir, de valorarlas como buenas o malas. Se trata de una capacidad con la que nacen todos los seres humanos. En cuanto tal capacidad es universal a la especie humana. Pero esa capacidad en cuanto innata aún no posee normas concretas para esa valoración. Esas normas las va recibiendo del medio cultural en el que se desarrolla y es educado: de su familia, de sus educadores, de la religión que le inculcan, de la ideología a la que le afilian, etc.
Todo niño, a medida que se va integrando en su cultura, va asimilando creencias, principios y normas morales de esa cultura. Aquella capacidad de juicio moral con la que nace se va concretando en la medida en que por la educación va siendo enculturizado. Las normas que le vienen de afuera se van interiorizando. Las va haciendo parte de su capacidad de valorar y de su forma de sentir, de su ethos personal.
R. Hofmann expresa muy bien ese proceso:
El desarrollo de la disposición de la conciencia, que tiene lugar debido a todas las impresiones con significación moral procedentes del mundo circundante, así como a la propia experiencia de la vida, va desde una aceptación de normas y modelos de conducta externos, pasando por la aceptación de actitudes ajenas ante el valor moral (conciencia autoritaria, legal) hasta llegar a una postura autónoma, basada en la propia aprehensión de la exigencia del valor (conciencia personal) .
Hasta tal punto las puede interiorizar que, cuando ya se va haciendo adulto, con frecuencia cree que él ya ha nacido con esas normas impresas en su propia conciencia. Las toma como si fuesen naturales a él mismo. Y, si son tomadas como naturales, lógicamente se da el paso a creer que tienen que ser universales. Llega a pensar que todo el mundo debe tener como bueno o malo lo que él tiene como tal.
En esta especie de trampa lógica han caído muchos filósofos y teólogos de nuestra tradición occidental. Además, dicen muchos, si esa conciencia moral, con sus normas concretas de bien y de mal, es natural, consecuentemente es de origen divino. Es una conciencia sagrada. Relatividad cultural y relativismo en religión
Esto justificaría una vez más, y también una vez más en nombre del “Dios verdadero”, el universalismo etnocentrista de la cultura de Occidente.
Por eso, trato aquí de desarmar esa lógica etnocentrista con la que desde hace siglos está armado el pensamiento occidental y con la que ha justificado tantas veces sus invasiones colonialistas de otros países y culturas.
La conciencia moral innata o natural es sólo un esquema de moralidad vacío de normas concretas. Es un esquema del bien y del mal en general, que necesita ser concretado o materializado en normas o criterios de lo que está bien y de lo que está mal. Pero lo que está bien y lo que está mal depende de las circunstancias socioculturales de la acción moral o acto libre de la persona. La libertad de conciencia como derecho fundamental
Tener un hijo de soltera era hasta hace poco en nuestro Occidente cristianizado un grave pecado en el orden religioso y un delito no menos grave en el orden civil. La madre soltera era estigmatizada negativamente por la Iglesia y la sociedad. Quedaba prácticamente proscrita para un matrimonio normal. Casarse con ella era todo un problema para el hombre que la pretendiera. Su hijo era calificado como hijo natural, hijo ilegítimo, hijo del pecado.
El niño así nacido recibía un determinado apellido que le descubría permanentemente ante la sociedad como tal hijo natural. Esa condición le privaba de ciertos derechos sociales. Había toda una serie de profesiones que le estaban vedadas. Entre otras cosas, no podía ser sacerdote de la Iglesia Católica. Casarse con un hijo o una hija de soltera era todo un desprestigio social.
Pero si vamos, por ejemplo, a las culturas bantúes africanas, nos encontramos con una valoración totalmente contraria del hijo de soltera. En muchas de estas culturas negroafricanas está prácticamente prohibido el matrimonio que no tenga hijos o el quedarse soltero. Tener hijos no es una opción, sino que es la obligación fundamental del matrimonio y de todo hombre o mujer. Tener un hijo de soltera es la mejor garantía de la fecundidad de una mujer. Una mujer fecunda es una garantía de la continuidad de la familia y del clan, y de que los difuntos de esa familia gozarán de una inmortalidad personal en el Más Allá (Zamani), porque dejarán hijos que los recuerden por su nombre y ofrezcan por ellos los ritos establecidos .
Por eso, el tener un hijo de soltera no sólo no es un pecado ni mucho menos un delito social. Es la mejor prueba con la que un joven puede contar para casarse con esa mujer, la mejor garantía de que con ella va a poder cumplir con la principal obligación que tiene para con sus antepasados y su propio clan: la obligación de tener hijos.
Es más, si un matrimonio no puede tener hijos, puede encargar a una pareja, aunque sean solteros, que los tenga por él a cambio de alguna forma de pago. Los hijos así adquiridos pasan a ser propios con todas las consecuencias sociales y religiosas.
Aquí, por tanto, la conciencia moral del bantú no valora negativamente a una joven que tiene un hijo de soltera, como sucedió durante tantos años en nuestro Occidente cristianizado.
Se podrían poner muchos más ejemplos de otras culturas en lo que respecta a valoraciones de la vida individual de las personas, valoraciones del poder, del parricidio, del infanticidio, etc. Pero baste este ejemplo para no hacer pesado el tema.
La conclusión no se hace esperar: un mismo acto humano puede recibir muy distintas valoraciones morales en distintas ideologías, religiones y culturas. Y no sería correcto ni justo decir que las culturas bantúes están en un error. Con la misma fuerza moral los negroafricanos podrían decir que somos nosotros los que estamos en un grave error.
Ante esta multiplicidad de sentidos y de interpretaciones de lo que es la conciencia en general y de lo que se ha de entender por conciencia moral, cabe preguntar si sería posible saber qué entendía por “conciencia” cada uno de los 48 votos a favor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y cada una de las ocho abstenciones en aquella noche del 10 de diciembre de 1948. En realidad, todos pertenecían a la cultura occidental.
La conciencia moral es hoy expresada por la Antropología Cultural con el término griego ethos.
Ethos expresa el sentimiento cualitativo de un pueblo, su percepción emocional y moral del modo como son las cosas y del que debieran ser, es decir, su sistema ético .
El ethos Incluye pensamiento y sentimiento. Es una forma de sentir ligada a una forma de pensar, ambas encuadradas en una forma global de ver la realidad o visión del mundo. Esto no quiere decir que cada pueblo haya formulado expresamente su ethos ni su visión del mundo, ni que cada persona que los viva sea capaz de darles una estructuración u ordenación expresa.
Ese ethos viene determinado por mitos y creencias de todo tipo. Entre esos mitos son de especial importancia los mitos del Gran Tiempo , que analizo en otros trabajos. Todo ello avala el origen cultural de los contenidos materiales de ese ethos o conciencia moral.
Esta conciencia, con sus normas concretas de moralidad, ya existe en la sociedad (padres, hermanos, maestros, autoridades, etc) antes del nacimiento de cada niño. El niño no nace con lo que va a ser su propio ethos ni lo crea él mismo. Lo va recibiendo progresivamente.
En sus primeros años es completamente heterónomo. A medida que va asimilando mediante la educación recibida las normas del bien y del mal de su entorno, se va haciendo progresivamente autónomo. Pero el auto- de esa autonomía nunca anulará el origen heterónomo de sus contenidos.
Nuestra conciencia moral tiene un origen fundamentalmente social. Tan es así, que dos gemelos, si de recién nacidos los separamos y educamos uno entre los esquimales inuit del Canadá y otro entre los pigmeos centroafricanos, de mayores tendrán una conciencia moral muy distinta.
No existe, por tanto, una conciencia moral natural concreta de alcance universal. NO EXISTE UNA MORAL DE MÍNIMOS UNIVERSAL
Toda conciencia moral es una construcción social. Es fruto de la enculturación de cada uno. Está hecha con experiencias, hábitos, conocimientos, formas de sentir, que la persona ha ido adquiriendo a lo largo de sus años. Cada uno valora según los valores recibidos; juzga según los criterios asimilados; siente según los sentimientos que le han fomentado. Todo ello sin perjuicio de su propia libertad y creatividad.
Por todo ello, la conciencia moral tiene valor dentro de la cultura y de la sociedad en que cada uno es educado. Tiene un valor relativo a esa cultura, a alguna de sus ideologías o religiones. Esta relatividad cultural es incompatible con la pretendida universalidad que se quiere dar a una conciencia moral natural concreta, supuestamente innata.
La enculturación de pautas de conducta, en este caso de criterios y pautas morales, no es un mero barniz exterior, como se creyó durante mucho tiempo por filósofos y teólogos, cuyo pensamiento estaba dominado por el mito del hombre natural.
Hoy las distintas ramas de la Antropología (física, cultural, filosófica) ponen cada vez más en evidencia que las pautas culturales de conducta llegan a hacerse carne de nuestra carne, conciencia de nuestra conciencia, hasta tal punto que llegamos a considerarlas como si fuesen de origen natural o innato. Todo seguido caemos en el error de atribuirles un valor universal por el hecho de ser naturales.
Este origen cultural de nuestra conciencia moral no conlleva la negación de nuestra libertad personal. El hombre no sólo es “hijo de la tierra”. También es “hijo de su propia cultura” en cuanto a su forma de pensar, a su conciencia moral, a su religión, a su forma de sentir el arte, etc. Sin embargo, es libre. Mejor dicho, esa filiación es la que le permite ejercer su libertad de manera concreta y tomar conciencia de ella.
La cultura no hay que tomarla como una limitación a nuestra libertad. Precisamente ella nos ofrece un abanico de posibilidades frente al cual podemos ejercer la libertad. Sobre cero posibilidades no es posible ejercer la libertad. Sólo la podemos practicar dentro de lo que previamente conocemos y sentimos.
Eso no quita que dentro de cada cultura se desarrollen todo tipo de trabas, para ejercer la libertad.
La libertad de conciencia moral es la libertad de obrar conforme a la conciencia moral o ethos que, mediante la educación, nos hemos construido y hemos asimilado como nuestra. Es libertad de obrar conforme a unos principios y convencimientos que hemos adquirido y tenemos como correctos.
Como tal libertad es un derecho fundamental, que pone límites a toda autoridad externa sobre la persona.
No obstante, la conciencia moral adquirida no es inamovible. La persona siempre puede, aunque no sin esfuerzo, someter a reflexión y análisis la propia conciencia moral. Puede revisarla y modificarla. Esa capacidad le hace libre frente a la propia conciencia moral adquirida. La mayoría de la gente vive de una conciencia moral heredada, sin someterla al propio juicio y como si se tratase de una conciencia moral natural. No ejercen de hecho esa libertad frente a la propia educación recibida.
Sin embargo, advierte Hofmann, es indispensable el examen crítico y la constante formación de la conciencia moral.
Por tanto, nuestra conciencia moral es esencialmente relativa en cuanto a sus contenidos concretos. En cuanto tal nace y se desarrolla en estrecha relación con la educación recibida y la propia experiencia. Y, cuando se llega a la adultez, uno se puede dar cuanta de que ciertas normas recibidas ya no son válidas, para su nueva forma de pensar.
Pero relatividad no es relativismo. Son muchos los que confunden ambos conceptos. El relativismo defiende el principio de que todo vale lo mismo para cualquier circunstancia o situación. Por ejemplo, una actitud relativista arguye que, si las religiones sólo tienen un valor culturalmente relativo, entonces lo mismo da profesar una que otra. Para un europeo, educado en la tradición cristiana occidental durante sus primeros veinte años, valdría lo mismo profesar de mayor la religión o la ética cristiana que la musulmana, la hindú o una de las bantúes.
Sin embargo, el principio de relatividad cultural dice todo lo contrario. La religión o la ética cristiana tiene un valor sin igual en la tradición occidental, porque es parte esencial de su historia. El hombre occidental, aunque se proclame ateo, vive de la estructura de la visión del mundo y de la historia de esta tradición de inspiración bíblica, judía y cristiana. Incluso, su propio ateísmo es deudor de esa tradición y sólo inteligible dentro de ella .
Por tanto, para una persona de esta tradición no puede valer lo mismo una religión bíblica que una religión hindú o bantú. Desde luego, no se excluyen otras fuentes como la griega o la indoeuropea.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que en el orden de los sentimientos rigen leyes que no tiene necesariamente que regir en el orden del pensamiento. Por ejemplo, sentimentalmente valoro a mi madre como la más buena de todas las mujeres; sin embargo, intelectualmente sé que puede no ser así para otros.