HUMANISMO SIN FRONTERAS. Relatividad cultural, no relativismo

   HUMANISMO SIN FRONTERAS

Vaticano HUMANISMO SIN FRONTERAS. Relatividad cultural, no relativismo
El Vaticano, símbolo del milenario humanismo cristiano católico, clave en la formación de la mentalidad de Occidente

Principios para un humanismo sin fronteras

Propuesta para un nuevo planteamiento en la formación de la Humanidades en nuestro sistema educativo: un humanismo sin fronteras, que requiere desenmascarar el etnocentrismo y los racismos de nuestra cultura occidental, así como de su colonialismo universalista de nuevo cuño alimentado por la doctrina de los Derechos Humanos[1]. Se establece el principio de relatividad cultural como clave para su corrección en el ámbito de la educación.

Es un hecho por todos constatable el cada vez más frecuente y extenso contacto entre culturas. Hasta hace pocos años ese contacto era más bien escaso y quedaba reducido a exploradores, aventureros, colonizadores, misioneros, algunos empresarios, que se desplazaban a países extranjeros. La gran mayoría de las gentes de nuestros pueblos tenían una ignorancia casi total de las culturas existentes fuera de nuestras fronteras. La formación escolar no ofrecía información alguna sobre tradiciones de otros pueblos. La poca que se dejaba obtener solía ser negativamente manipulada, para poner de manifiesto la superioridad de nuestra civilización.

Hace cinco siglos que España expulsó de su territorio a musulmanes y judíos imponiendo una cultura monocolor dominada por el Catolicismo. Todos los españoles son educados en el mismo catecismo. Todos reciben una formación histórica de la que son borrados nada menos que ocho siglos de “España musulmana” y de “España judía” como si nunca hubieran existido. Es más, se fomenta una actitud negativa hacia todo lo no católico. “Moro”, “sarraceno”, “judío”, son sinónimos  de res vitanda o personas non gratas. En esta misma calificación hay que incluir también al mundo protestante. Una España sin mancha ni contaminación de nada extraño a su fe católica.

Actualmente el reconocimiento de la libertad religiosa, la entrada en la dinámica de Europa y sobre todo la cada vez mayor presión de inmigrantes que vienen, no ya de países vecinos, sino de otros continentes, la gente de nuestro país tropieza en sus calles y en sus campos con gentes de otros credos y de otras culturas. No estamos preparados mentalmente para estos contactos y, aunque se ha progresado mucho, esa deficiencia mental y afectiva está siendo fuente de tensiones y encuentros violentos. El renacer de partidos xenófobos en todo Occidente no es por casualidad.

Todo ello plantea la necesidad de ciertos principios o imperativos que han de ser tenidos en cuenta en el planteamiento de unas nuevas Humanidades para nuestro sistema educativo.

Imperativo intercultural

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Torre Eifel, símbolo de la cultura occidental

El imperativo intercultural se hace sentir acá y allá, dentro y fuera de nuestras fronteras. Un imperativo que no puede pasar desapercibido en una reforma de nuestras Humanidades. Y es que, como dice E. Galindo,

constatamos que está naciendo en este mundo nuestro y en esta historia de hoy una “conciencia nueva” de nuestra realidad global que nos subraya y hasta nos ordena un nuevo “imperativo intercultural”. Somos cada vez más conscientes todos de que en la “aldea” universal en que se ha convertido el mundo, ninguna tradición humana es ya autosuficiente, ningún problema humano puede ya plantearse, y menos solucionarse, independientemente de cómo se lo plantean los otros pueblos y tradiciones. Tenemos todos, querámoslo o no, una ineludible interdependencia[2].

El futuro de la humanidad no lo puede abordar una sola cultura, por muy desarrollada que se crea. Cerrar ese futuro a los ideales, a las utopías, a los proyectos y prospecciones de una sola tradición, sería empobrecer sustancialmente las posibilidades de realización y desarrollo de la especie humana. Ninguna cultura es capaz de hacer realidad todas las potencialidades del ser humano, ni en lo religioso ni en lo artístico ni en lo técnico ni en lo político ni en lo económico ni en lo científico. Cada cultura representa sólo un haz de posibilidades de ese desarrollo que, como conjunto, es un haz de posibilidades único. La utopía del hombre íntegramente perfecto no es accesible a ninguna cultura en particular.

En la época llamada “Renacimiento” de nuestra cultura occidental abundaron los hombres de formación enciclopédica, que intentaban abarcar todas las ramas del saber (Miguel Angel, Rafael, Leonardo da Vinci), como lo fueron, por ejemplo, en tiempos más antiguos los grandes filósofos griegos (piénsese en Pitágoras, en Platón o en Aristóteles).  Pero el hombre enciclopédico no es igual al hombre íntegramente perfecto. No equivale al hombre que ha desarrollado totalmente todas sus posibilidades de desarrollo. Es sólo aquél que acumula en sí los conocimientos de su cultura y de su tiempo, pero no todos los conocimientos que el hombre puede desarrollar y adquirir. Por todo ello, hay que decir que sólo el conjunto de las culturas, cada una con su propia aportación, es el que se puede acercar a la plena actualización de todas las potencialidades del ser humano.

Por otra parte, la historia de las culturas no ha terminado ni se le puede asignar un término en el futuro. Las culturas son también seres vivos que no cesan de evolucionar, de transformarse. Unas mueren o se difuminan en otras que nacen, otras se transforman. Entre tanto, el ser humano  se va realizando en cada una de ellas de infinitas maneras distintas. Todas son capaces de dar sentido a su vida y la motivación suficiente como para que sea capaz de afrontar el trabajo, el dolor y la enfermedad, las catástrofes, la muerte, etc.

A todo esto hay que añadir que ninguna persona en concreto es capaz de desarrollar todas las posibilidades que le ofrece su propia cultura. Algunas de ellas son contradictorias, como por ejemplo la posibilidad de integrarse en la sociedad como célibe y la de hacerlo como casado. No es posible realizar las dos a la vez. Pero ni siquiera las que son compatibles entre sí están todas al alcance de cada persona. Nadie puede desarrollar todas las profesiones que hay en su propia sociedad. En nuestra cultura actualmente no es posible, por ejemplo, que una sola persona pueda llevar a cabo todas las carreras universitarias y todas las especializaciones. Es el conjunto de los súbditos de una cultura el que se puede acercar a la plena realización de todas las posibilidades que esa cultura ofrece.

Ambos principios ponen de manifiesto este otro: la cultura absoluta y universal no es posible. Y es que la pluralidad de culturas es una necesidad del ser humano. La misma naturaleza de la cultura en cuanto es un esfuerzo de adaptación al medio impone esa pluralidad. El pluralismo cultural no es, por tanto, fruto de un castigo divino, como se indica en el mito de la Torre de Babel, sino producto del amplio abanico de posibilidades de desarrollo y adaptación al medio que el hombre tiene por naturaleza.

Cada cultura nos da una visión del hombre, de la Divinidad y del cosmos. A través de cada cultura podemos conocer ciertos aspectos del ser humano, que no se desarrollan en otras. Conocer otras culturas es, entonces, ampliar nuestro conocimiento de lo que el hombre es y puede llegar a ser. Esa apertura a otras tradiciones nos ayudará a tomar conciencia de las riquezas y de las limitaciones de la nuestra. Nos enriquecerá con nuevas perspectivas y nos ayudará también a deshacer nuestro ancestral etnocentrismo y mesianismo, fuentes de nuestro secular colonialismo. De ahí que en una reforma de las Humanidades sea tan urgente tener en cuenta este imperativo intercultural.

Como consecuencia de este imperativo, en España es especialmente urgente la corrección de ciertas actitudes y ausencias en los viejos planes de Humanidades. Un hecho que revela nuestra falta de preparación humanística para responder al imperativo intercultural es la generalizada ignorancia de nuestras gentes con relación a una cultura que nos toca tan de cerca como es la árabe musulmana. En dos recientes encuestas realizadas por el Instituto DAREK-NYUMBA de Madrid, una entre universitarios y otra entre clérigos y religiosos de toda España, sobre el mundo árabe musulmán, sorprende el desconocimiento y el alto grado de prejuicios negativos en torno a esa cultura, prejuicios que son herencia de largos siglos de educación cristiana antimusulmana[3].

Abunda la idea de que los musulmanes en general son religiosos fanáticos. A ello contribuyen recientemente los medios de comunicación por cuanto sobre el mundo musulmán suelen dar noticias de tipo bélico o terrorista en las que suelen estar implicados movimientos musulmanes extremistas. Otra de las informaciones frecuentes es la referente a la situación de la mujer en el Islam. Una información casi siempre parcial y manipulada. Otro campo de información es la referente a los problemas del petróleo, tema en el que los países árabes tienen mucho qué decir. Del resto de la vida y cultura musulmana la información en la gente corriente (la no especializada o comprometida por razones especiales con el mundo musulmán) tiende casi a cero[4].

Esta ignorancia generalizada contrasta con el hecho histórico de que la cultura islámica estuvo presente en España durante ocho siglos de profunda y fecunda convivencia con la tradición cristiana. Durante ese tiempo España fue musulmana, además de cristiana. Esos ocho siglos constituyen una parte esencial de nuestra historia y, sin embargo, su estudio brilla por su escasa presencia o total ausencia en los manuales de Historia y en los planes de estudio de nuestros institutos de enseñanza media y de nuestras universidades. Gracias a los musulmanes España tuvo en sus tierras y entre sus hombres la ciencia, la economía, el arte, la filosofía, etc, más florecientes de aquellas épocas[5].

¿Por qué, entonces, tanto silencio, tanta ignorancia, incluso tanto desprecio hacia una parte tan esencial de nuestra propia historia y hacia una cultura como la musulmana que nos toca tan de cerca? La educación anti-musulmana y el silencio ante esa parte de nuestra historia son dos hechos que el imperativo intercultural exige sean eliminados ya de nuestra educación humanista.

2017-08-09

Una situación más sangrante aún es la que se da con relación a la cultura negro-africana o bantú y a la historia general de África. Ni siquiera se conoce la geografía más elemental de este continente. No digamos sobre su filosofía, su arte, su economía, sus religiones. Aunque en los últimos manuales de Ciencias Sociales se incluye cierta información sobre el África más reciente, la historia y las culturas de este continente brillan por su ausencia.

Con relación a los países de Oriente y de sus tradiciones han surgido en Europa movimientos de acercamiento cultural movidos por cierta simpatía hacia la espiritualidad oriental, hacia ciertos deportes y tipos de educación corporal. Existen departamentos especializados en estas culturas. Con todo, la información a nivel general es muy escasa. Los prejuicios estereotipados y la ignorancia aún marcan con mucho la pauta dominante. La información sobre las culturas orientales aún no forma parte de nuestros Planes de Estudio generales.

Evidentemente no se trata de que nuestros planes de estudio incluyan tanta cantidad de materia, pero sí al menos la necesaria como para ir cambiando la mentalidad etnocentrista de nuestra sociedad.

Frente a esta situación de desinformación generalizada con relación a otras culturas nos encontramos con el otro hecho del contacto inevitable con las mismas. Hoy vemos en nuestras calles musulmanes, africanos, chinos, vietnamitas, japoneses, indios (de la India), indios suramericanos, etc. Se instalan entre nosotros creando sus empresas, sus comercios, buscando puestos de trabajo. Con ellos traen sus propias creencias, costumbres, religiones.  Obreros españoles trabajan para empresarios japoneses. Obreros africanos y suramericanos trabajan para empresarios españoles. Comerciantes chinos montan sus propios restaurantes a donde acuden ciudadanos españoles, etc.

Sin embargo, esos contactos entre gentes de diferentes culturas generalmente no pasan de eso: de meros contactos, sin llegar a ser verdaderos encuentros. Viven unos junto a otros, pero no unos con otros. No hay comunicación de pensamiento. Se toleran mutuamente. Por eso, cuando tiene lugar algún roce, se producen con frecuencia estallidos de enfrentamiento en los que afloran viejos prejuicios y se pone de manifiesto el mutuo desconocimiento y mutuo des-encuentro. Estos constituyen caldo de cultivo de latentes guerras culturales, religiosas y muchas veces racistas. El resurgir de los actuales nacionalismos etnocentristas y racistas no es por casualidad.

Estos hechos reflejan unas deficiencias en nuestra formación humanista que debieran ser corregidas en un nuevo planteamiento de las Humanidades. Unas Humanidades puestas al día no pueden dejar de lado la perspectiva intercultural de sus distintas disciplinas. Una Historia, por ejemplo, ya sea General, ya sea Historia del Arte, Historia de la Medicina, Historia de la Ciencia, Historia de las Religiones, Historia de la Música, etc, no se puede limitar a las fronteras de Europa y, mucho menos, a las de uno de sus países. La Filosofía occidental, atrapada por su mito de la Razón, debiera dejar de mirarse tanto a su propia historia y abrirse más a otras formas de pensamiento, aunque no sean tan racionales. Correcciones similares habría que afrontarlas en otras muchas disciplinas.

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Capitolio de EE. UU. Símbolo del poderío de Occidente

El imperativo intercultural adquiere hoy un sentido más universal que nunca y tiene un especial valor para España. Su exigencia no consiste en universalizar nuestra cultura con sus religiones, sus formas de gobierno, sus sistemas económicos, ni siquiera su poderosa tecnología. Tampoco exige que universalicemos nuestros Derechos Humanos, por muy “naturales” y sagrados que los consideremos para nosotros.

Lo que exige el imperativo intercultural es que, en primer lugar, conozcamos a fondo nuestras propias raíces y creencias. Pero, precisamente para profundizar en ese conocimiento, necesitamos conocer más al “otro”.  Sólo así podremos tomar una conciencia  más clara no sólo de la importancia de esas raíces y creencias para nuestras vidas, sino también de sus limitaciones, que en parte podrán ser mejorados en el contacto con otras culturas. Exige, por tanto, que conozcamos otras visiones del mundo que nos ayuden a desposeernos de nuestro desafiante prejuicio de ser superiores. Esta exigencia se hace más urgente, si hemos de vivir en contacto con ese otro.

Exige una actitud de apertura y disposición de aprender del otro, incluso de ese otro que nosotros llamamos “Tercer Mundo”. Se demanda una apertura sincera, sin miedo a perder “la verdad” y con la seguridad de que así enriqueceremos “nuestra verdad”.

Este imperativo intercultural se asienta sobre el principio de la relatividad cultural[7], al que tanto miedo tienen los integristas y fundamentalistas de todas las culturas. Este principio sostiene que no existe ni siquiera es posible la “cultura verdadera”, la “religión verdadera”, la “civilización por excelencia”, el “Pueblo Elegido” con una misión salvífica universal, ni cosas por el estilo. Estos son mitos que alimentan la actitud etnocentrista, la tensión entre culturas y religiones, la violencia de las guerras santas en sus distintas versiones, el desafío y el desprecio por parte de la religión y la cultura que se atribuyen esos privilegios frente todas las demás.

Este imperativo enseña que todas las religiones y culturas tienen su verdad, su perspectiva de la vida humana, del cosmos y del mundo sobrenatural, que da sentido a su existencia en general, a la vida y a la muerte, a la salud y a la enfermedad, al tiempo humano y al tiempo cósmico. Que las “otras” culturas no son un nido de errores en comparación con la nuestra, ni son un “estado subdesarrollado” o “primitivo” con relación a la nuestra. La nuestra es una entre muchas. Sin duda, la más querida para nosotros. La que no sólo conocemos, sino que, además, sentimos profundamente, porque se ha hecho carne de nuestra carne, espíritu de nuestro espíritu.

 La responsabilidad de la religión cristiana en el etnocentrismo occidental

La mayor responsabilidad de esa apertura la tiene sin duda nuestra religión dominante. El etnocentrismo que subyace en la mentalidad del hombre occidental está estrechamente ligado a ciertos dogmas cristianos, aunque de origen judío, convertidos ya en mitos de la religión cristiana. Me refiero aquí a mitos como el de “religión verdadera”, “único Dios verdadero” y “Pueblo Elegido”[8]. Son mitos que muchos de nuestros ciudadanos consideran como verdades evidentes. Ellos fueron inspiradores de las “misiones” cristianas en otros pueblos y sirvieron de justificación al comportamiento colonialista: descubríamos nuevos pueblos, les arrebatábamos sus riquezas materiales y de paso les imponíamos la religión verdadera y con ella toda nuestra cultura. Incluso nuestro marxismo occidental, aparentemente ateo y aliado con la causa de los oprimidos, cayó en las mismas actitudes etnocentristas al querer exportar a todo el mundo su santa Revolución.

Si hemos de corregir de raíz esa soberbia cultural, es indispensable comenzar erradicando la educación básica que la sustenta: la educación religiosa impartida durante tantos siglos, que nos ha convencido de ser los portadores no sólo de la religión verdadera, sino también de la cultura verdadera; que nos ha convencido de ser la Humanidad Elegida para conducir al hombre hacia la plenitud de su Progreso.  Mitos como el de que los Derechos Humanos son naturales y, por tanto, universales y  de que nosotros fuimos los únicos capaces de descubrirlos en toda la historia de la humanidad; el de que la Democracia es la forma más perfecta de organización política, que también hay que llevar a todos los pueblos; el de que nuestra Ciencia es la única fuerza capaz de conducir la humanidad hacia un mundo feliz y con un poder casi sobrenatural para curar sus males; el de que nuestro Progreso es el único progreso liberador del hombre; el de que nuestra Razón y nuestra racionalidad son las únicas verdaderamente humanas, etc.

Vaticano HUMANISMO SIN FRONTERAS. Relatividad cultural, no relativismo
El Vaticano. Símbolo de milenario humanismo católico

Esta secular deformación etnocentrista y autosuficiente del hombre occidental sólo se puede corregir, en primer lugar, tomando conciencia de ella y, en segundo lugar, adquiriendo conocimiento objetivo de otras culturas y religiones, entre otras muchas cosas. Para ambos objetivos son especialmente importantes dos disciplinas que no figuraban en las viejas Humanidades: la Antropología Cultural y la Historia de las Religiones.

Para romper esas estructuras mentales etnocentristas y y que se fundamentan en razones religiosas, hay que partir de una distinción que ya hizo E. Kant en su día: una cosa es la religiosidad que todo hombre lleva en sí por el mero hecho de ser hombre y otra cosa son las religiones concretas a través de las cuales esa religiosidad se expresa socialmente y se materializa.

El hombre no crea su religiosidad, porque nace con ella. Pero sí crea las religiones que la expresan y que forman parte muy importante de las culturas. Las religiones, como todas las creaciones humanas, pasan, pero la religiosidad del hombre permanece[9]. Las religiones, que con frecuencia aspiran a la posesión absoluta de la verdad y transmiten esta idea a las culturas en donde dominan, deben conformarse con ser una perspectiva de la misma, un esfuerzo junto a muchos otros, para dar sentido pleno a la vida humana.

“Ser perspectiva” no es ninguna desgracia. Es ser una parte indispensable del todo, una visión única, aunque siempre parcial del todo. “Ser perspectiva” y reconocerse como tal es ser poseedor en exclusiva, no de la verdad total, sino de una parte de la misma. Es reconocerse limitado y siempre capaz de ser completado, enriquecido, por las otras perspectivas. Es tener conciencia de que la propia perspectiva es capaz de enriquecer la de los demás.

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Mezquita, lugar de formación humanista musulmana

Relatividad y relativismo

La relatividad cultural enseña esa situación de perspectiva de toda cultura y de toda religión. Pero relatividad cultural no es relativismo, como suelen argumentar quienes quieren defender su actitud etnocentrista. El Papa Benedicto XVI y otras autoridades católicas llegan a hablar de la dictadura del relativismo. Confunden relatividad y relativismo. Huyen de la relatividad cultural metiendo en el mismo saco ambas cosas.

El relativismo diría que todas las culturas son iguales y también que todas valen lo mismo, para cualquier situación temporal y espacial. La relatividad dice que todas son lo mismo en cuanto que todas son perspectiva; pero cada perspectiva, por ser tal, es y vale diferente. De ahí su carácter esencialmente complementario con las demás a la vez que su carácter insustituible. Una perspectiva nunca puede sustituir otra suprimiéndola o poniéndose en su situación. La relación de una perspectiva con otra es de complemento y no de suplemento. Toda cultura vale diferente. Todas son necesarias para el enriquecimiento y desarrollo del ser humano en sus diversas situaciones espaciotemporales. Cada cultura y cada religión tienen su valor propio y único. En cada visión del mundo la realidad del hombre, del cosmos y del orden sobrenatural adquiere un sentido propio y diferente. Pero no existe una cultura ni una religión que puedan monopolizar el futuro de la humanidad ni en el Más Acá ni en el Más Allá.

La relatividad cultural se puede demostrar con infinidad de hechos históricos. Basta comparar algunas culturas entre sí, siempre que se haga sin prejuicios de una contra las otras. El relativismo,por el contrario,  es una valoración subjetiva y contradictoria, fácilmente desmentible también con hechos culturales.

Un joven occidental a los veinte años tiene tan profundamente asimilada la cultura de Occidente que está convencido de que muchos de sus hábitos y costumbres son de orden “natural”, como si hubiera nacido con ellos, cuando en realidad son meras adquisiciones culturales a través de la educación recibida. Un ejemplo muy elocuente de este caso son los Derechos Humanos. Se presentan como si fuesen “naturales” y, por tanto, de valor universal. En el ámbito del Derecho hay muchos especialistas presos de esa convicción.

A los occidentales nos parecen “naturales”, porque están enraizados en nuestra cultura de tal manera que no somos capaces de pensar que para otras culturas muvchos de esos derechos carecen de sentido y valor. Y, sin embargo, así es. El reconocer su relatividad no tiene por qué llevarnos a minusvalorarlos y tomarlos menos en serio para nuestras vidas. Son relativos, pero debemos tomarlos tan en serio “como si” para nosotros fuesen absolutos.

Una persona no se ama menos a sí misma por el hecho de que reconozca sus propias limitaciones y defectos. Al contrario, ese amor a sí misma será más sólido y, porque reconoce sus limitaciones, podrá superarse y ser más “sí mismo” siendo más “los demás”. Por otra parte, la pretensión de tener la perspectiva total es contradictoria en sí misma, porque la perspectiva total no es posible. Por concepto, toda perspectiva es parcial.

 

Exigencias prácticas

Una solución de fondo tiene que empezar por arriba, por un cambio de mentalidad en todos los responsables de la educación, desde el propio Ministerio de Educación y a todas las escalas del profesorado. Un cambio hacia la toma de conciencia de nuestros ancestrales mitos en los que se inspiran nuestros complejos de superioridad cultural: superioridad religiosa, superioridad científica, superioridad técnica, superioridad artística, superioridad política con nuestros sistemas democráticos, superioridad económica, etc. Tantas superioridades nos hacen creernos tan superiores que nos autocalificamos como “El Primer Mundo”, dejando a otros como “El Segundo Mundo” y “El Tercer Mundo”. Tiempo atrás se les consideraba como “infrahumanos” (sin alma), “salvajes” o “primitivos”.

Cuando queremos despreciar la opinión de otro decimos que es “tercermundista”. Un “Tercer Mundo” que nosotros mismos hemos construido y que ahora queremos de manera paternalista ayudar con toda clase de limosnas y con nuevas y sutiles imposiciones colonialistas. La última y tal vez la más refinada de todas es la pretensión de imponerles nuestra Carta Magna de los Derechos Humanos, nuestra concepción de la vida y del derecho a la vida, nuestra libertad de conciencia, nuestras libertades sociales y de paso nuestra forma de ver y organizar la sociedad, nuestro sistema político democrático, etc., sin darnos cuenta siquiera de que en otras culturas nuestras tan queridas libertades de conciencia y de expresión, por ejemplo, o nuestro mito de la Democracia, carecen de todo sentido.

Necesitamos, pues, un cambio profundo de mentalidad, que sólo podrá llegar a las nuevas generaciones, si primero ha calado en las instancias superiores de los responsables de la educación. Hace falta desarrollar una capacidad de autocrítica ante nuestra propia historia, ante nuestras actitudes pasadas y aún presentes con relación a otras culturas y tradiciones. La reforma humanista no es tanto cuestión de leyes y de normas. Requiere un cambio profundo de mentalidad y de actitudes. Un cambio así no se puede hacer a golpe de Decreto. Requiere tiempo. La mentalidad y las actitudes básicas de las personas no se cambian en un día. Hace falta una paciente labor educativa.

Un objetivo común de todas las Humanidades será combatir el tan arraigado etnocentrismo europeo y occidental al que han contribuido y lo siguen haciendo las religiones universalistas de nuestro entorno. Europa, sus religiones, sus ideologías, deben despojarse de ese arraigado y viejo complejo de poseer una misión salvífica universal. Europa intentó llevar a cabo esa salvación y lo sigue haciendo como cristiana. Lo intentó y lo sigue haciendo como marxista. Lo intentó como Pueblo Alemán nazi. Hoy lo sigue haciendo a través de su heredera de la hegemonía mundial: los EE. UU.

En el fondo, se sigue creyendo a sí misma como ese Pueblo Elegido que ha de salvar a toda la Humanidad. Esta conciencia subyace en sus mitos del Progreso, de la Racionalidad, del Cientificismo, del Tecnicismo, de la Libertad, de la Democracia. Se cree en posesión del futuro absoluto de la Humanidad: cree que sus derechos del hombre tienen que ser los derechos de todo hombre, a cualquier cultura que pertenezca.

Aquí subyace el mito de la Torre de Babel, que considera el pluralismo cultural como un castigo divino y no como una fuente de riqueza espiritual y material. De poco nos sirve lamentar brotes racistas y xenófobos, si no desmantelamos los viejos mitos de los que se alimentan.

Occidente tendría que empezar cambiando algunos rótulos. Cuando se habla de la Declaración de los Derechos Humanos se dice que es una declaración de las Naciones Unidas, la ONU, cuando en realidad, para ser fieles a lo que realmente sucedió en el palacio Chaillot aquella noche del 10 de diciembre de 1948 en que fueron aprobados, habría que atribuir esa declaración a las Naciones Occidentales Unidas junto con sus colonias, ya que de hecho así fue. Y la declaración habría que titularla como Declaración Occidental (no universal) de los Derechos del Hombre .  Como tal carta recoge el ideal occidental de sociedad, su utopía social, basada en una concepción occidental, de origen cristiano, del hombre. ¡Será capaz el hombre occidental de estos cambios de actitud? ¿Será capaz de abandonar de una vez por todas su ancestral etnocentrismo?

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Pirámides egipcias, símbolo de un poderoso humanismo del pasado

Nuestra religión dominante, el cristianismo, tendría que renunciar a su pretendida universalidad (catolicidad) excluyente y aceptar plenamente su humildad cultural. Es decir, su condición de religión hija de una tradición o cultura determinada, con una validez determinada, no universal ni en el espacio ni en el tiempo, sino relativa, con todo lo que esa relatividad lleva consigo. Todas las religiones tratan la relación del hombre con Dios (religiosidad humana) y la intentan expresar y dirigir de la mejor forma posible. Todas tienen su parte propia  de verdad, todas son complementarias en cuanto a la expresión y realización de la religiosidad del hombre. Por eso, todas son necesarias y válidas, pero todas limitadas en esa validez.

La universalidad excluyente es la tentación más grave en la que suelen caer ciertas religiones. Tal pretensión es, desde la perspectiva del principio de relatividad cultural, un verdadero pecado contra las demás religiones y culturas. ¿Será el cristianismo capaz de llevar a cabo esta revisión interna y este cambio de actitud que las nuevas circunstancias interculturales le están exigiendo?

 Un nuevo hombre europeo, objeto de unas Nuevas Humanidades

Un hombre de mentalidad abierta a otras culturas y formas de pensar, respetuoso con ellas y dispuesto a aprender de las mismas. Amante de su cultura y de sus tradiciones, pero no desde una actitud etnocentrista ni mesiánica universalista, no desde el orgullo o el complejo de superioridad, sino desde el sincero reconocimiento de la pluralidad de culturas, de su complementariedad mutua, de sus posibilidades de mutuo enriquecimiento. El principio de pluralidad, como riqueza de la humanidad y no como desgracia, debe convertirse en un valor fundamental. Ni monismo cultural ni monoteísmo, sino pluralismo en todos los aspectos de la cultura.

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Pirámide maya. Un humanismo despreciado antaño por Occidente

No se trata de llegar a una cultura universal, como muchos dan a entender: unos Derechos Humanos Universales, una Etica universal, una Religión universal, un sistema económico universal, un sistema político universal (Democracia), etc. Una tal pretensión, aparte de que se hace inviable, está siendo cada vez más contestada y con razón.

Si queremos establecer una Ética universal ¿Qué jerarquía de valores morales se establecería? ¿Quién la establecería? ¿Sobre qué concepción del hombre, de la Naturaleza y de lo sobrenatural?

Se trata más bien de un encuentro universal de culturas, que de hecho ya está teniendo lugar. Se trata de prepararse para el encuentro y no el des-encuentro. Para ello todos necesitamos revisar nuestras creencias y nuestras actitudes profundas, esas que, sin saberlo nosotros, dirigen nuestra conducta cotidiana y se apoyan en viejos mitos que inconscientemente nos dominan y que nos hacen creer como natural lo que sólo es producto de una determinada educación.

Como dice Charles Carrère,

Un patrimonio en el que todas las razas, todas las naciones, todos los continentes, en resumen, todas las civilizaciones aportarían cada una sus valores irremplazables. Es este humanismo de “dar y recibir” lo que el poeta martiniqués  Aimé Césaire desea a toda costa que se instaure una nueva concepción de la relación de intercambio. Simbiosis de culturas, pues, no para confundirse ni para fundirse unas en otras, sino, al contrario, para multiplicarse unas con otras y desarrollarse. Esta “cultura de lo universal”, tan cara del senegalés Léopold Sédar Senghor, no es una cultura universal, sino un encuentro de civilizaciones. Este encuentro es el patrimonio mundial de nuestra humanidad[10].

Este cambio de perspectiva con relación a la propia cultura se puede ilustrar con un ejemplo. Supongamos una persona que ha nacido en un pueblo y en él se crio hasta su juventud (lo mismo vale para el que ha nacido en una calle o en otro sitio cualquiera).  Nadie como él conoce sus caminos, sus rincones, todo lo que en él se mueve y sucede. Pero un buen día tiene que salir de viaje, lejos de su tierra, y tiene que tomar un avión que vuela sobre su pueblo. Él intenta reconocer desde el avión su casa, sus fincas, sus caminos, la iglesia, la escuela, etc. En un principio todo le parece extraño. Le cuesta trabajo reconocer desde el aire lo que desde el suelo le es tan familiar. Tiene que modificar las imágenes que tenía de su pueblo para dar cabida a otras que jamás había sospechado. De su casa ahora sólo ve el tejado; los árboles, las personas, los caminos le resultan irreconocibles.

Ahora tiene una visión de conjunto que nunca antes había tenido. Podía apreciar sus límites y su magnitud. Estaba viendo su pueblo desde una perspectiva totalmente nueva para él. Una perspectiva que sólo puede tener saliendo de su propio pueblo y mirándolo desde la distancia que el avión le proporcionaba.

Algo similar sucede con la cultura. Es como un hogar, como el propio pueblo, que nos resulta tan familiar. Ella está construida de unos caminos que se llaman creencias, pautas de conducta de todo tipo o formas de vivir, aspiraciones y utopías. Mientras estamos dentro de ella y no conocemos otras culturas nos resulta casi imposible verla en su conjunto y apreciar su magnitud y sus limitaciones. Para ello necesitamos salir y volar, aunque sólo sea por un tiempo, hacia otras culturas. Desde ellas y la distancia que tienen de la nuestra podremos adquirir una visión totalmente nueva de ésta. Una visión que al principio nos puede resultar extraña, incluso increíble, pero que pronto la veremos como real e innegable.

Esta perspectiva desde la distancia de “lo otro” nos hará tomar conciencia de muchos errores que teníamos en la manera de valorar nuestra cultura. Nos hará ver que caminos que parecían únicos para vivir resulta que son sólo una posibilidad entre muchas. Que verdades tenidas por naturales e intocables sólo son válidas en mi pueblo cultural.

A la vez podremos sentir que la distancia nos crea una añoranza, una sensación de ruptura con algo que pertenece a nuestro ser. Experimentamos la necesidad de retornar a nuestro hogar cultural para volver a sentirnos cómodos, para poder vivir sin tener que pensar en cada momento qué es lo que tenemos que hacer. “Lo extranjero” de otra cultura nos incomoda y nos tiene en tensión. Por eso, el que emigra sueña siempre con volver, aunque sólo sea para morir a gusto en su hogar.

Desde la perspectiva de otras culturas puedo ver las limitaciones de la mía, pero también puedo apreciar mucho mejor lo que ella significa y vale para mí. Por eso, la relatividad cultural no nos lleva necesariamente a despreciar o minusvalorar lo nuestro, como algunos argumentan para justificar así su fundamentalismo excluyente. Todo lo contrario. El que va lejos de su “casa”, la ve, la siente, la ama, con un amor más profundo, más entrañable, aunque la salida le haya hecho consciente de sus incomodidades y limitaciones. El que nunca ha salido de su casa y cree que no hay otra casa como la suya, vive en el engaño de una enorme pobreza de perspectiva. Y su amor siempre será menos sólido que el que, saliendo fuera, pudo comparar.

La razón de este amor tras la salida y el retorno es que la cultura en la que nacemos y en la que nos educan llega a hacerse carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre. Dondequiera que vayamos sentiremos la morriña de volver. Nuestro cuerpo y nuestra mente están como en tensión mientras están fuera, hasta que retornen a su hogar cultural.

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Templo hindú, centro de una poderosa e influyente formación humanista milenaria y actual

El problema de las masas

El principio de relatividad cultural y el humanismo sin fronteras resultan de difícil aceptación para todos aquellos que prefieren la débil seguridad de los que se creen en posesión de la verdad absoluta, del futuro de la humanidad, del único camino de salvación, de la verdadera religión o de la verdadera civilización. Entre los que así piensan están los jerarcas religiosos, que predican esas actitudes de superioridad, de exclusivismo de su verdad y de su mesianismo universal. Está una inmensa mayoría de profesores en todos los niveles de nuestro sistema educativo. Están la mayoría de nuestros políticos. Y está, por supuesto, toda la gente-masa, que prefiere vivir en la cómoda tranquilidad del “a mí que me digan lo que tengo que hacer y que me dejen en paz”. Prefieren que otros piensen y decidan por ellos.

 Por otra parte, los principios aquí desarrollados hacen temblar el poder de los poderosos, sean religiosos o políticos. Mejor dicho, ellos creen que su poder corre peligro.

El problema sólo tiene solución si comenzamos a poner remedio ya desde los primeros años de la educación. Pero eso requiere contar con educadores, ministros de educación, jerarcas religiosos, jefes de gobiernos, etc. bien formados en este humanismo sin fronteras. Y, para ser más concreto, habría que poner como una asignatura fundamental en todas las carreras universitarias una disciplina de ANTROPOLOGÍA CULTURAL.

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[1] Véase Avelino de la Pienda: “Propuesta de una fundamentación antropológica de la relatividad cultural de los Derechos Humanos”. Rev. Thémata. Revista de Filosofía. Nº 41, 2009, pp. 57-76. ISSN: 0210-8365. Idem: “Relatividad cultural de los Derechos Humanos”. Rev. Lucus, 2005, nº. 4, pp.107-119. ISSN: 1576-2866.

[2] E. Galindo, “Presentación” a  R. Panikkar: El diálogo interreligioso, monográfico de Pliegos de Encuentro Islamo-cristiano. Darek-Nyumba, Madrid, 1992, p. 8.

[3] Cfr. E. Galindo Aguilar: “Los universitarios españoles, los árabes y el Islám”, Rev. Encuentro Islamo-Cristiano  nº 328-329(1999), monográfico. Idem: “Sacerdotes y religiosos españoles: ¿Qué pensáis sobre el Islám?”, Rev. Encuentro Islamo-Cristiano, nº 342, 2000, monográfico.

[4] Véase  a este respecto Varios: “Mahoma en los manuales oficiales de Bachillerato Español”. Rev. Encuentro Islamo-Cristiano. Nº71, 1978. También Varios: “La cultura hispano-musulmana en el Bachillerato Superior”, Rev. Encuentro Islamo-Cristiano, nº76, 1978.

[5] Cfr. E. Galindo: Los días y los hombres de Al-Andalus, en colec. Pliegos de Encuentro Islamo-Cristiano, nº 22. Darek-Nyumba, Madrid 1998.

[6] En el Missale Romanum se incluía hasta hace poco esta oración en el Jueves Santo: Oremus et pro pérfidis Judaeis ut Deus et Dominus noster áuferat velámen de córdibus eórum¸ ut et ipsi agnóscant Jesum Christum Dóminum nostrum.

[7] Jesús Avelino de la Pienda: “La caverna de la propia cultura. Un desafío para la educación”, en Vicente Domínguez: La oscuridad radiante. Lecturas del mito de la caverna de Platón.  Biblioteca Nueva. Ediciones de la Universidad de Oviedo, 2009,pp. 261-295. ISBN:  978-84-9742-902-3 (Biblioteca Nueva); ISBN: 978-84-8317-773-0 (EDIUNO).

[8]: El mito del Pueblo Elegido. BIBLIOTECA NUEVA. Madrid. 2011, 287 pgs. ISBN: 978-84-9940-162-1

[9] Para un desarrollo amplio de este tema puede verse J.A. de la Pienda: El problema de la religión, Edit. Síntesis, 1998.

[10] Ch. Carrère, l.c.

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