Grandes maestros de la humanidad
Y pensando en el Más Allá me imaginé a Jesús junto a Abraham, a Moisés, a Zoroastro, a Isaías, a Sócrates, a Séneca, a Confucio, a Mahoma, a Buda, a Lao Tsé y tantos otros grandes hombres, grandes sabios, grandes fundadores de religiones, que cambiaron el curso de la historia de sus pueblos.
¡Qué casualidad! Todos esos grandes maestros de la humanidad coinciden en enfrentarse al orden vigente, en denunciar su corrupción, en poner sobre la mesa otra jerarquía de valores por contraposición a los que imperaban en su tiempo. Todos verdaderos revolucionarios, grandes maestros, que no se conformaron con pedir un cambio externo de la conducta humana. Todos pidieron una verdadera conversión de la mente, del corazón, de lo más íntimo del hombre. Es lo que los griegos llamaron metanoia: cambio de mentalidad.
Todos tropezaron con gran resistencia. Abraham con su familia, Moisés con los egipcios y con su propia gente, Isaías con su pueblo, Jesús con los sacerdotes judíos, Mahoma con los Señores de la Meca, Buda con sus padres y su corte real, Sócrates con la religión oficial y su gobierno, Séneca con su Emperador. La lista podría ser muy larga. Basten estos grandes nombres como ejemplo.
Comparados con la inmensa masa de la humanidad, sólo unos pocos, como los citados, tienen esa capacidad, esa inspiración y ese valor para lanzar su mensaje desafiante y renovador, poniendo en juego sus propias vidas. La inmensa mayoría de los humanos se conforman con ser masa. Buscan un jefe, un director, un maestro, un salvador. Tienen miedo al Sapere aude¡ (“!Atrévete a pensar”¡) de Kant. No se atreven a pensar por sí mismos. O no quieren correr el riesgo de hacerlo o de llevar a cabo el esfuerzo que supone. Es más cómodo dejarse llevar; que otro te guíe y corra con el riesgo de enfrentarse a las circunstancias y de equivocarse.
Y seguramente esos mismos son los más dispuestos a reclamar “igualdad”. Igualdad masificante en la que se confundan el trabajador y el vago, el emprendedor y el anodino, el ahorrador y el despilfarrador, el dispuesto al sacrificio y el comodón. Es la igualdad más injusta que se puede dar, mucho más injusta que la desigualdad económica o la desigualdad de derechos.
¿Habrá humanos más desiguales que esos grandes hombres que he citado anteriormente? Pero esa desigualdad no interesa a los que se conforman con ser masa y quieren que todos lo sean. ¡Con cuánta frecuencia envidian, critican o incluso persiguen al desigual! Quieren que todos los demás sean rebaño como ellos. Y, si te sales, las murmuraciones se extienden como un run-run, que ocupa su tiempo y llena de contenido sus tertulias.
He pasado muchas horas estudiando el mundo de las religiones y he podido comprobar cómo muchas de ellas, si no todas, dicen ser poseedoras del verdadero camino de la realización del ser humano. A la vez enseñan que esa realización sólo tiene un camino y ese es el que cada una propone. Enseñan a sus creyentes que su pensamiento debe atenerse a lo establecido por los representantes oficiales de su religión o ideología. Esos son los jerarcas de la clase sacerdotal o de sus equivalentes. En esta línea de actuación aparecen los jerarcas, jefes, dictadores, etc., que se aprovechan de los que prefieren ser dirigidos a dirigirse a sí mismos.
He sido educado en el pensamiento cristiano, me he especializado en su teología y en su filosofía. Me dijeron que su filosofía era una filosofía perenne y que cualquier otra estaba en el error. He visto que su teología se había apropiado de la única visión verdadera de Dios, de su salvación y de la Vida Eterna, hasta llegar a decir oficialmente que fuera de la Iglesia no hay salvación: Sólo una filosofía verdadera, sólo una teología verdadera, sólo una religión verdadera.
Sin embargo, he podido comprobar, entre otras cosas, que eso que llamamos “la verdad” está muy repartida. De ella tenemos algo, pero nunca toda. Esto es muy difícil de aceptar, sobre todo en la vida cotidiana. Siempre queremos tener la razón de nuestra parte. Y de ahí se siguen las discusiones, los enfrentamientos, incluso las guerras. Cada religión e ideología también quieren tener la razón de su parte.
Hay mucha verdad en otras culturas y religiones. Es lo que quiero dejar de manifiesto. El corazón humano es el mismo. Sus sentimientos y creencias, muy variados. Nadie tiene el criterio último de cuáles son buenos y cuáles son malos. Ese criterio nos lo da la educación que hayamos recibido.
Algunos me dicen que siempre llevo a cuestas el tema religioso. Y es verdad. Y es que lo que yo llamo religiosidad del hombre es uno de los determinantes fundamentales de toda cultura. Es una de las claves para entenderla y valorarla. El ser humano vive religado a mitos y creencias en todas su manifestaciones culturales. No sólo en su vida cotidiana. No sólo en sus religiones. También en sus filosofías e incluso en sus ciencias[1].
Por otra parte, tal vez convenga recordar que la distinción entre religión y resto de la cultura sólo se da en la cultura occidental. No se da en el islam, ni en el hinduismo, ni en el judaísmo, ni en las religiones bantúes, ni en las culturas antiguas. En todas esas tradiciones el considerar la vida religiosa como un asunto meramente privado o una institución separada del resto de la cultura carece totalmente de sentido.
En la gran mayoría de las culturas hablar de libertad de religión e incluso de Libertad de conciencia no tiene sentido. Es como decir que pueden abandonar su cultura desde sus raíces más profundas. Y eso es pedir peras al olmo.
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[1] Cfr. J. Avelino de La Pienda: “La caverna de la propia cultura. Un desafío para la educación”, en Vicente Domínguez: La oscuridad radiante. Lecturas del mito de la caverna de Platón. Biblioteca Nueva. Ediciones de la Universidad de Oviedo, 2009, pp. 261-295. Idem: “Asintotismo de la ciencia”, en Gianni Vattimo y otros: Hermenéutica y acción. Crisis de la modernidad y nuevos caminos de la metafísica, 1999, pp. 137-175. Junta de Castilla y León.