Los nombres de Dios son una creación humana
ÍNDICE
La potestad de poner nombres
La imposición del nombre
Cómo sentimos nuestro nombre propio
El nombre “dios”
Las religiones suelen tener un Ser Supremo, aunque sean politeístas
Los nombres de Dios, una creación humana
El Ser Supremo como el Innombrable
Un ejemplo: el nombre “Yahvé”
La fuerza social del nombre de Dios
Conclusiones prácticas.
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La potestad de poner nombres.
En el mito bíblico de la Creación y entre los atributos que Dios da al ser humano está el poder de poner nombres al resto de las criaturas. La imposición del nombre muestra el poder del “nombrador” sobre lo nombrado. Es un poder de dominación. El mito expresa de esta manera la posición del hombre como rey que tiene autoridad so-bre toda la Creación. Hasta ahí llega el antropocentrismo de este mito bíblico, que fue y es nuclear en el antropocentrismo occidental hasta nuestros días.
“Nombrar”, según este mito, es como determinar la esencia de cada cosa y, por tanto, establecer la posición de cada una en la estructura global de la Tierra y del Universo. Esto es aplicable, como diré más adelante, al hecho histórico en el que el hombre pone nombres a las distintas divinidades y al Ser Supremo. La imposición del nombre es clave en los ritos de iniciación de las distintas culturas y religiones. En el Bautismo de los cristianos es uno de los elementos esenciales del rito.
Entre los hombres suelen ser los padres los que ponen el nombre a sus hijos. No obstante, cada cultura tiene su propia tradición. En cualquier caso y por lo general, el nombre de cada persona tiene que ser reconocido y ratificado por la sociedad, tomando nota en algún tipo de registro (aunque sólo sea memorístico), que tiene valor oficial a todos los efectos.
En el caso de poner nombre al Ser Supremo cada religión pone el suyo. En este caso, ponerle nombre no indica ningún poder de dominio del hombre sobre Dios. Pone nombre a Dios, pero siempre con la reserva de que es un nombre meramente indicativo, respetando la trascendencia de aquél.
En las grandes religiones actuales es importante lo que se llama la teología negativa. Su principio fundamental dice que de Dios podemos decir lo que no es, pero en absoluto tenemos capacidad para comprender y expresar lo que es. Por eso, sus nombres tienen sólo un valor asintótico, es decir, tienden a expresar lo que Dios es, pero sin alcanzarlo nunca.
Este tipo de teología, no siempre debidamente desarrollada, se refiere a Dios como el incomprensible, el innombrable, el trascendente, el indecible o inexpresable, el indefinible, etc. Con frecuencia, los que dicen ser ateos confunden el nombre que de Dios conocen con el ser trascendente que Él es. Niegan una visión concreta de Dios expresada en un nombre concreto del mismo.
Ya desarrollé en otros escritos la idea de por qué en algún sentido todos somos ateos en cuanto negamos la visión y el nombre que de Dios tienen otras religiones.
La imposición del nombre.
(Una imagen del bautismo)
Las sociedad humana no se puede sostener sin poner un nombre propio a cada uno de sus miembros. Una sociedad humana sin nombres propios sería un caos. Es impensable. De ahí la importancia que se da en todas las culturas y religiones a la imposición de un nombre personal. Sin nombre propio socialmente reconocido no somos nadie en nuestra sociedad. Una persona sin nombre es como si no existiera.
Como expresión de esa necesidad básica cada cultura y, dentro de ella, cada religión crea su propio rito de iniciación en el que se impone un nombre a cada nuevo miembro que nace en ella.
Es de destacar que el nombre personal de cada uno se impone, no lo elije el que lo recibe . Es un sello de identidad que le impone su sociedad. Con el nombre propio se pasa a ser miembro de la sociedad con los derechos que ella le reconoce y los deberes que le impone. Generalmente, el nombre impuesto es para toda la vida.
No obstante, en muchas culturas africanas se cambia el nombre cuando tiene lugar un acontecimiento importante en la vida del individuo. Esto crea problemas a la hora de hacer un registro estatal de la población.
El nombre es un signo de identidad allá a dondequiera que vaya. Tiene un valor universal. Yo soy mi nombre entre todos los hombres. El DN es sólo la expresión externa de mi identidad nominal reconocida oficialmente por la autoridad competente, el Estado o su equiva-lente en cada país.
El nombre se llega a identificar con la persona de tal manera que, si alguien la nombra con otro nombre, se siente extraña, como si el tema no fuera con ella. Conocer el nombre de otro y llamarlo por él te acerca a él. Tal vez por eso, los representantes comerciales, cuando te quieren vender algo, enseguida te piden tu nombre, si ya no lo traen aprendido y, repiten una y otra vez como queriendo entrar en tu vida, mostrando una falsa amistad. Yo llamaría a esa práctica el arte de sobar el nombre de otro, aunque sea un total desconocido anteriormente al encuentro.
Cómo sentimos nuestro nombre propio
Cuando suena nuestro nombre en la boca de un padre, de una madre, de un ami-go, de un maestro, etc. nos sentimos “llamados” y prestamos con gusto nuestra aten-ción. En la llamada se percibe el afecto del que pronuncia mi nombre. Si el que me nombre es alguien que me tiene odio por lo que sea, siento adversidad y puede, incluso, provocar mi agresividad.
Según el tono (la música) con que se pronuncie el nombre de una persona, se transmite cariño, amor, admiración o todo lo contrario. El odio y el amor tiene cada uno su propia música, que se percibe en el que habla. No suena lo mismo hablar con odio que hablar con afecto. La pronunciación del nombre propio tiene su música, que depende de quién lo pronuncie.
Por otra parte, es general la preocupación de qué resonancia tiene nuestro nom-bre en los demás. En la propaganda política se cuida mucho esa resonancia y se hacen importantes y costosos esfuerzos para extender una resonancia positiva, que fomente la adhesión al líder. Ese es el objetivo de toda la propaganda política, ya sea en dicta-duras o en democracias.
La inmortalidad del nombre personal
Cuando muere una persona, su nombre pervive en nuestra memoria. Pero no sólo eso. Los que creen en la inmortalidad del espíritu y en la resurrección creen también que el nombre personal de cada uno sigue ligado a él por toda la eternidad. En el Más Allá seguirá teniendo el mismo nombre. Los difuntos no se convierten en seres “anónimos” o sin nombre, a no ser entre los bantúes africanos .
El nombre personal no sólo tiene un valor universal durante esta vida y entre todas las naciones , sino que, además, permanece a través de los siglos. Hace dos milenios que murió Jesús de Nazarez y su perseguidor Nerón, pero sus nombres siguen vivos.
Está muy extendido el respeto al nombre de los difuntos. Una ofensa a su nombre es una ofensa al difunto mismo. Su nombre despierta en los vivos todo lo que el difunto fue, unos con más resonancia social (los famosos) y otros mucho más silenciosos. Maldecir el nombre de una persona afecta a su entorno familiar, a sus amigos e incluso a sus camaradas ideológicos.
Por otra parte, el nombre de cada uno queda escrito en documentos y toda clase de registros, al menos en las culturas que tuvieron y tienen escritura. Por ejemplo, en las excavaciones de los sepulcros egipcios antiguos, para identificar una momia, se necesita encontrar su nombre, que se supone estará escrito en alguna inscripción de la sepultura.
El nombre “dios”
El nombre más conocido en Occidente es el de “Dios”. Viene del sánscrito dyeus, en griego theus, en latín deus, y en castellano dios. Es un nombre relacionado con la luz: “ser luminoso”, “luz divina”. En varios religiones se toma al Sol como su símbolo (“el que brilla”), o a la Luna o al fuego.
La palabra “dios”, aparte del uso religioso, tiene un uso popular muy frecuente en expresiones como ¡por Dios te lo pido!, ¡por Dios no hagas eso!, ¡vaya por Dios!, ¡Qué Dios te guarde!, ¡que Dios te acompañe”, etc. En estos casos, no se suele pensar en el Ser Supremo. Se usa más bien de manera inconsciente.
En cierta ocasión, hablando con un conocido, soltó la expresión ¡me cago en Dios! y le pregunté por qué se llevaba tan mal con Dios. Su respuesta fue de total extrañeza, como si me dijera que él no había pensado en Dios para nada.
El nombre del Ser Supremo no lo ponen las masas de los creyentes. El nombre se suele atribuir a un antepasado en tiempos de los orígenes. El nombre de Yahvé entre los judíos fue obra de Moisés y su encuentro con Él. El nombre del Dios-Padre de los cristianos es debido a Jesús de Nazarez. Sin embargo, en la mayoría de las religiones el origen de ese nombre se pierde en los llamados “tiempos de los orígenes”.
En la revolución religiosa de Zaratustra, el nombre de Ahura Mazda, su Dios Supremo, ya existía antes de él en el panteón de los dioses persas. Lo que hizo Zaratustra fue rescatarlo de entre aquellos dioses y darle el puesto de único Dios verdadero.
El nombre de Alah no lo inventó Mahoma. Ya existía en el panteón de los dioses de la Meca, pero estaba bastante marginado. Mahoma, como en el caso de Zaratustra, lo que hizo fue liberarlo de aquel politeísmo reinante y defenderlo como único verdadero Dios.
Sería un poco largo pararme aquí a analizar el contenido antropológico de cada nombre. Pero quiero resaltar que cada uno de esos nombres revela las característica propias del pensamiento de cada pueblo. El Yahvé de los judíos revela el espíritu lega-lista y juridicista del judaísmo. Su culto a la llamada Ley de Moisés lo pone de manifiesto.
Jesús de Nazarez parece que rehuyó el nombre de Yahvé. No aparece en sus Evangelios. A Dios lo llamó Padre, un padre que está dispuesto a perdonar siempre, un padre que ama a todos sus hijos y a todas sus criaturas y que , frente al legalismo detallista de los judíos, reduce todos los mandamientos de su Ley de Moisés, a sólo dos: Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Es un Dios de los pobres y de toda clase de marginados sociales. No es un Dios de los grandes pode-res políticos y económicos. Decir “Padre” en boca de Jesús es decir todo eso.
Los musulmanes presentan su Dios-Alah como un dios radicalmente único, que desafía a todos los dioses de las demás religiones. Es ante todo el Dios de los árabes. Para conocerlo es imprescindible conocer los noventa y nueve atributos o nombres que se le dan. En ellos se revela toda la teología fundamental musulmana.
Ellos son el espejo que refleja las máximas aspiraciones de perfección que tiene el creyente musulmán. Aspira a gobernar totalmente la vida personal de cada uno y todos los aspectos de la vida social ya sea política o económica. Nada se debe escapar a la sharía. El legalismo del Corán sustituye al legalismo de la Ley de Moisés.
Un análisis similar se puede hacer del Dios-Odín, dios de la guerra de los vikingos. Su nombre refleja el espíritu guerrero de este pueblo y las virtudes más sobresalientes que propiciaba: el valor belicista, el arrojo, la dureza espartana de su comportamientos, el amor a las armas, etc. Este espíritu es el que explica, al menos en parte, sus correrías bélicas por todos los mares del hemisferio norte.
Se podría destacar también la influencia del factor geográfico en el que nace y se desarrolla cada religión. En le cultura vikinga se desarrolla el culto a un Dios de los océanos y los mares, pero no un dios de las lluvia, porque ésta les sobra. En los países secos abundan los países del agua.
Las religiones suelen tener un Ser Supremo,
aunque sean politeístashttp://Pluralidad de religiones y pluralidad de culturas
En los politeísmos los distintos dioses suelen estar jerarquizados. Casi siempre hay uno que está por encima de los demás, aunque no sea el más solicitado en la vida de los creyentes. Así sucedió con Ahura Mazda antes de que Zaratustra lo declarara como el único Dios verdadero. Lo mismo sucedió con Alá antes de que Mahoma lo rescatara como el verdadero y único Dios. Jesús de Nazarez también tuvo que rescatar a Yahvé, bajo el nombre de Padre, del legalismo y del ritualismo agobiante de los judíos. En la antigua Grecia, el Dios titán Prometeo quiso liberar a la Humanidad de la tiranía de Júpiter y los dioses que le eran adeptos. Júpiter también era llamado Padre, pero un Padre tiránico y cruel que castigaba sin piedad a todo el que desobedeciera sus leyes.
Esto revela cómo en todas las religiones hay un “Dios principal”, aunque no sea el que más atención reclame por parte de sus seguidores. Mi reflexión se centra en los nombres de ese Dios principal.
Sin embargo, los nombres que se atribuyen a ese Dios único o principal no valen lo mismo para los seguidores de un nombre y los seguidores de otro. Aunque se tomen como meros símbolos de la Divinidad, tienen una fuerza propio sobre los creyentes que los hace únicos en cada caso. No vale lo mismo decir Dios Padre o Yahvé o Mitra o Alá o Ahura Mazda, o Brahma, o Júpiter Padre, etc. Cada nombre es hijo de su religión concreta y ésta lo es del conjunto de la cultura en que se desarrolla.
Un judío, un cristiano o un musulmán tienen, teológicamente hablando, el mismo Dios, pero no lo sienten de la misma manera. De ahí la importancia de que los seguidores de Dios bajo un determinado nombre respeten el nombre que otros creyentes le dan. No vale argumentar que el derecho de libertad de expresión justifica la ofensa al nombre que otra religión da a Dios, como hizo un conocido diario francés con el nombre de Alá y con la figura de Mahoma.
Mi reflexión se apoya en el principio de sabor orteguiano, que formulo como sigue:
Cada nombre de Dios es él y sus circunstancias
y, si no se salvan éstas,
no se salva él.
Cada nombre está profundamente relacionado con las experiencias que cada pueblo haya tenido con la Divinidad, con la Naturaleza y con los demás pueblos. Esta de-pendencia de las circunstancias explica por qué existen tantos nombres del Ser Supremo y también por qué las grandes religiones actuales no se ponen de acuerdo en poner-le un mismo nombre.
Los nombres de Dios, una creación humana
Los nombres de Dios son una creación humana y son un camino para conocer al hombre, porque en ellos se revelan sus necesidades más acuciantes, cuáles son su principales aspiraciones y sus jerarquías de valores. Cada nombre es un resumen de la teología de cada pueblo. No vale lo mismo llamar a Dios con un nombre o con otro. Cada uno suscita ideas y sentimientos distintos en su creyentes. No pidas a un cristiano que rece a Alá cinco veces al día. No pidas a un musulmán que rece a Ahura Mazda ni a un judío que rece a Odín. Podrías ser acusado de blasfemia.
El nombre de Dios siempre supuso un problema para el hombre: Cómo llamar a un ser que trasciende el lenguaje humano. En la tradición bíblica, el problema se plan-tea desde sus momentos más antiguos, como veremos.
Sobre los nombres de Dios ya se han escrito importantes trabajos. Uno de los más importantes por su influencia posterior es el atribuido a un tal Dionisio Areopagita titulado Los nombres de Dios. Sto. Tomás le dedica toda una cuestión de su obra Summa Theologica .
Un buen resumen sobre la teología de los nombres de Dios lo hace André Nana-ranche en su artículo: “Los nombres de Dios” . En este mismo diccionario se recogen artículos sobre los dioses supremos más destacados: Ahura Mazda, Mitra, Vishnú, Yahvé, Alá, etc.
En este trabajo me limito a destacar la relación entre los nombres del Ser Supremo y la cultura en la que se desarrollan y cómo revelan la forma de pensar y sentir de sus respectivos creyentes. El tema requeriría un estudio antropológico mucho más amplio, que no voy a desarrollara aquí. Una vez más, quiero aplicar el principio de relatividad cultural, que desarrollo en otros escritos, al caso de los nombres que trato de analizar. No es indiferente poner a Dios un nombre u otro.
Dionisio Areopagita dice que los nombres divinos expresan la salida de Dios de sí mismo hacia el ser humano . Aquí quiero mostrar que esos nombres mas bien intentan expresar lo que el hombre cree que es Dios, proyectan sobre Él lo que de Él esperan apoyándose en sus creencias previas, en sus necesidades y en sus preconceptos muy ligados a su cultura. Mas bien que expresar la salida de Dios de sí mismo hacia los hombres, son los hombres los que intentan salir a su encuentro por distintos caminos.
Un peligro que tienen los nombres de Dios es que se conviertan en ídolos verba-les. Por eso, creo que las religiones no deberían condicionar tanto su mensaje a un nombre determinado aplicado a Dios. Mejor sería que se centraran en algún atributo aceptable para todas, como el de Creador, por ejemplo. Pero cada nombre de Dios va ligado a profundos sentimientos que no suelen obedecer a razonamientos más o menos teológicos y filosóficos.
Me parece útil enseñar a ver a Dios en su criaturas, sin intermediarios. Enseñar cómo nos habla a través de todas y cada una de ellas por minúsculas que nos parezcan. Dios las crea porque las ama y, por tanto, todas le importan y todas nos hablan de Él. Con este enfoque seguramente el diálogo entre religiones podría ser más provechoso que liarse con el tema de su nombre.
Es importante tener en cuenta que el creyente tiende a identificar lo que Dios es con lo que su nombre expresa. Esta confusión conduce a creer que su religión y su visión de Dios es la única verdadera. Apoyado en esta creencia se siente justificado para creerse superior y para intentar imponer su fe a los seguidores de otras religiones. Si se da esa identificación, las demás religiones son falsas, son “opio del pueblo”, son “paganas”, etc.
En cualquier caso, entiendo que esta reflexión podría valer para los antropólogos culturales y para aquellos que tengan un cierto nivel de formación teológica. La gran mayoría de los creyentes de cada religión seguirá llamando a Dios por aquel nombre que le resulta más significativo y que dice algo a su sentir religioso. Usará el nombre del “Dios de sus padres” o antepasados.
Entiendo que ésta es una reflexión a tener en cuenta en la educación religiosa por parte de sus profesionales.
El nombre “dios” se usa como nombre propio y como nombre común. Como nombre propio designa al Ser Supremo de una religión concreta. Se usa en este sentido cuando, por ejemplo, alguien dice “yo creo en Dios” o “yo no creo en Dios”. En estos casos, el término “dios” tiene un sentido singular y concreto. Funciona como un nombre propio y, por tanto, como un sustantivo, que quiere expresar lo que Dios es. Este uso particular se da, sobre todo, en las religiones monoteístas.
También se usa mucho como nombre común, sobre todo, empleado en plural. Por ejemplo, los dioses de los griegos o los dioses de los romanos. Pero , si va acompañado de un complemento explicativo como “dios de la guerra”, “diosa de la fertilidad”, etc., forma una expresión sustantivada, que funciona como un nombre propio. Así en la expresión “Odín, el dios de la guerra”. En estos casos, el nombre común “dios” se concretiza y significa un ser singular.
Gramaticalmente, habría que matizar mucho más sobre los nombres propios y los comunes. Pero, para lo que aquí se requiere, me parece suficiente lo dicho.
En cualquier caso, quiero resaltar el hecho antropológico siguiente: A través del nombre que cada pueblo da al Ser Supremo, a sus dioses secundarios y mediante un análisis de las oraciones y culto que les dirigen se puede deducir su modo más profundo de pensar su propia existencia, su visión del mundo, su ética, su moral y su inter-pretación del poder tanto político como religioso.
Si quiere conocer el sentir más profundo de una pueblo y sus necesidades más apremiantes, estudia a sus dioses y sus oraciones. Por sus dioses lo conoceréis. Ellos y sus nombres son expresión de su jerarquía de valores.
El Ser Supremo como el innombrable.
Aunque a Dios se le ponen muchos nombres, muchas religiones lo consideran como el innombrable. Es lo que se llama teología negativa. De Dios sólo podemos decir lo que no es, pero no lo que es. Esta es la doctrina teológica llamada apofatismo.
Es una forma de afirmar su trascendencia y de decir que nadie tiene la capacidad de ponerle un nombre que sea verdadero o que se corresponda con lo que Dios es real-mente. Ninguna religión puede apropiarse del nombre auténtico. Todo nombre que se le quiera poner es un nombre asintótico: tiende a significar lo que Dios es, pero sin conseguirlo nunca.
Sin embargo, el ser humano necesita ponerle un nombre concreto. Lo hace irremisiblemente desde lo que le inspiran las creencias básicas de su religión. Estas creencias están muy ligadas al entorno geográfico y cultural en que se encuentra. No lo nombra igual un semita de medio Oriente que un inuit del Ártico, un indígena del Amazonas que un habitante del Himalaya. Cada uno le pone un nombre acorde con sus necesidades vitales marcadas por el entorno en el que vive. De ahí la relatividad cultural de los distintos nombres del Ser Supremo en cada religión.
Cada nombre ejerce así una función de unión entre todos los creyentes en cada religión. Todos creen en Dios bajo un mismo nombre. Otro nombre proveniente del exterior a la propia tradición no les vale, aunque en teoría designe al mismo Dios Supremo.
Un ejemplo: El nombre de Yahvé
En la tradición bíblica, esa teología negativa tiene su punto cardinal en el nombre Yahvé. Parece que los israelitas, antes de huir de Egipto, aún no tenían un nombre propio para su Dios. También podría suceder que, mientras estuvieron retenidos allí como esclavos, no se atrevieran a ponerle un nombre distinto y opuesto al dios supremo egipcio llamado Ra y Amón.
Dios se muestra a Moisés, cuando pastoreaba las ovejas de su suegro, mediante una zarza ardiendo que no se consumía: un milagro. Dios le habla mostrando su trascendencia: le dice que no se acerque a la zarza y que se quite las sandalias. Le hace el encargo de liberar a los israelitas del yugo egipcio. A la vez, le promete su ayuda y le dice que haga saber a los israelitas que lo hace en nombre del “Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”.
Aquí el texto del Éxodo utiliza el nombre “Dios” como un nombre genérico que necesita ser calificado (…”de Abraham, …de Isaac, …de Jacob), para poder ser identificado. Pero ese nombre no le satisface a Moisés y pregunta a Dios cuál es su verdadero nombre. Dios se niega a darle un nombre concreto, porque, en realidad, no hay nombre alguno que pueda designar lo que Él es.
Le dio la respuesta “Yo soy el que soy”, la simple existencia sin nombre (Éxodo, 3: 14). Los hebreos lo transcribieron con el tetragrama YHVH, de ahí el nombre de Yahvé. La respuesta “Yo soy el que soy” es una negación a revelar a Moisés un supuesto nombre concreto. Esta respuesta no es un nombre. Y es que Dios es innombrable.
Tal vez esa negación esté relacionada con el mito de la Creación cuando dice que Dios concedió al hombre el poder de poner nombre a todas las cosas, pero no sobre él mismo. Este poder de poner nombre a las cosas supone un cierto poder sobre ellas, un poder de dominación. Por eso, el hombre no puede poner a Dios un nombre que le sea apropiado. Y es que no tiene ningún poder sobre él.
Por eso, los judíos tenían la prohibición de nombrarlo. Y, en su lugar, utilizaban el nombre de Adonay (El Señor), que, a la vez, acerca y marca distancia. Destaca, a la vez, su transcendencia y su cercanía. No es un Dios metafísico, sino un Dios de la vida concreta de los pueblos, un Dios de la historia: lo crea todo y, a la vez, comparte con su providencia la vida de los hombres y especialmente la de su Pueblo Elegido: Israel.
La fuerza del nombre de Dios
Es muy frecuente el uso del nombre de Dios para dar fuerza a las propias palabras y gestos buscando su eficacia: sucede en los ritos mágicos, en los ritos sacramentales, en las bendiciones, en las maldiciones, en los juramentos, etc.
En la Iglesia Católica, todos sus ritos y bendiciones se hacen en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Los judíos lo hacen en nombre de Adonai o Yahvé. Los musulmanes, en nombre de Alá, y así en las demás religiones.
Se trata de una función que las religiones atribuyen a los nombres de sus dioses. Eso revela por qué no es indiferente nombrar a Dios con un nombre u otro. A ningún sacerdote católico se le ocurre bautizar en nombre de Alá o de Ahura Mazda. Ese bautismo sería considerado como nulo. Por tanto, aunque el Ser Supremo sea el mismo, cada uno de sus nombres ejerce una influencia diferente y única en la vida de los creyentes respectivos.
Hay, sin embargo, un nombre que podría ser aceptado por una gran mayoría de las religiones: el de Creador. La creación es un hecho en el que creen todas ellas, aun-que tenga distintas formas de ser explicada. En este caso, se nombraría a Dios por su función en la creación, no por lo que Él es.
Una forma muy común en el cristianismo de dirigirse a Él es llamándole Señor. Las oraciones de la Misa católica siempre se dirigen a Dios llamándole Seños y pidiéndole beneficios en nombre de Jesucristo. Suelen terminar diciendo «por Jesucristo, nuestro señor. Amén»
Por otra parte, a Dios no se le trata de usted, sino de tú. Al menos es lo que se puede observar en muchas de las oraciones que se Le dirigen.
Conclusiones prácticas
• Parece claro que los nombres de Dios son hijos de los hombres, de sus necesidades y de su entorno. Muchas religiones reconocen que es innombrable, pero siempre le ponen un nombre.
• Sin embargo, debemos respetar el nombre de Dios de otras religiones. Ese nombre va ligado a los sentimientos más profundos de sus seguidores.
• Ese respeto ha de guardarse, aunque esos nombres no nos digan nada en particular, porque no los sentimos.
• No se debe ridiculizar las creencias sobre Dios en otras religiones. Sería una falta de respeto, que puede provocar reacciones violentas y fanatismos.
• Si quieres conocer el pensamiento más profundo de otros pueblos, aquél que rige sus vidas cotidianas, empieza por conocer el nombre de su Dios Supremo y sus dioses menores. En ellos se revelan sus necesidades más apremiantes, su filosofía y su “visión del mundo”.
• Para un diálogo intercultural e interreligioso es imprescindible un es-fuerzo por conocer las creencias básicas del otro. Conocerlas no es reconocer-las como propias, pero es un importante presupuesto para el diálogo sincero, un diálogo que no busque colonizar previamente al otro para llegar a acuerdos.
• Si quieres conocerte mejor a ti mismo, intenta entender el nombre de tu Ser Supremo, como quiera que le llames.